martes, 17 de agosto de 2010

LA NISESIENTA CON BOTAS


Los cuentos originales (La Cenicienta, El gato con botas y Barba azul) sacados para hacer esta otra historia son de Charles Perrault.


Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas por el estilo y que se le parecían en todo.

El marido, por su lado, tenía una hija, muy dulce y bondadosa; lo había heredado de su madre que era una gran persona. Además tenían un gato al que la niñita quería mucho.

Junto con realizarse la boda, la madrastra dio libre curso a su mal carácter; no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían parecer todavía más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora y de las señoritas, sus hijas. La madrastra le tenía prohibido sentarse, ni siquiera para descansar, por esta razón sus hermanastras le habían puesto el apodo de Nisesienta. Hacía tanto que no le decían su nombre real que ya lo había olvidado, la pobrecilla.

Ella dormía en lo más alto de la casa, en una buhardilla, mientras sus hermanas ocupaban habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos en que podían mirarse de cuerpo entero.

La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo dominaba por completo; sin embargo Nisesienta, con sus míseras ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que andaban tan ricamente vestidas. Por esta razón, siempre, un par de jinetes, paseaban casi todas las tardes cerca a su casa y le pedían vasos de agua para saciar su sed y admirar en silencio su belleza.

Sucedió que el hijo mayor del rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas; con la intención de encontrar alguna joven y hermosa princesa de grandes riquezas para casarse y así saldar las deudas de su reino que irresponsablemente había adquirido su padre, el Rey. Nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían mucho nombre en la comarca. Estaban muy satisfechas y preocupadas de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para Nisesienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en que irían trajeadas.

-Yo -dijo la mayor- me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis adornos de Inglaterra. -Yo -dijo la menor- iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no pasarán desapercibidos.

Llamaron a Nisesienta para pedirle su opinión, pues tenía buen gusto. Nisesienta las aconsejó lo mejor posible, y se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Nisesienta ¿te gustaría ir al baile? -Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí. -Tienes razón, se reirían bastante si vieran a Nisesienta, toda sucia y andrajosa, entrar al baile.

Más de doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo. Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Nisesienta las siguió con los ojos y cuando las perdió de vista se puso a llorar.

Fue entonces cuando su gato, que paseaba perezosamente por allí, la vio y le preguntó con una mezcla de curiosidad y pesar por verla llorar tan tiernamente:

-¿Por qué lloras, Nisesienta?

La joven se llevó un gran susto al oír a su gato hablar, miró para todos lados para estar segura de que si era el gato quien le hablaba, al cerciorarse de esto, contestó sorprendida:

-Por ese famoso baile, al que por cierto, no puedo ir.

-No te preocupes –le dijo el gato-. Si tan feliz te hará ir, buscaré el modo de lograrlo para ti -. Y en seguida se ideó un plan y se lo contó a Nisesienta. Él buscaría la carroza y el cochero e intentaría proporcionarle algunos lacayos, pero por las ropas y el peinado tendría que preocuparse ella. Le advirtió que tenía que estar al lado del bosque por el camino al sur a las 8:30 de la noche.

-¿Pero por qué, querido gatito? -Nisesienta preguntó y le rascó detrás de las orejas porque, aún si hablaba, ella ya tenía la costumbre de mimarlo-. ¿Por qué sólo hasta ahora me ayudas?

-No te quejes tanto, muchachita. Si mi ayuda ahora te parece obsoleta será mejor que no haga nada y me quede callado.

Nisesienta se tapó la boca y corrió presurosa a buscar entre los baúles de su madre alguna prenda que le sirviera para la ocasión. Confiaba en el gato plenamente, pues habían tenido una agradable relación siempre, además confiaba, con alma inocente, que en algún baúl encontraría lo que tan ansiosamente buscaba, no tardó mucho en hallarlo pues su madre había sido famosa en la sociedad. Encontró un vestido azul, lo desempolvó y revisó que no tuviera algún agujero. Era un magnifico vestido brillante, con joyas que adornaban el escote, un poco pasado de moda, pero también encontró un cinturón grueso y dorado que lo haría parecer más hermoso, un corpiño y varios adornos y pinzas para el cabello, pero, curiosamente, no encontró más zapatos que unas botas de invierno de piel suave pero muy gastadas.

Se bañó rápidamente, se peinó muy a la moda e incluyó alguno de los adornos de su madre en su pelo y se probó el vestido en el espejo de su hermanastra. Hizo maromas con el corpiño y al final pudo atarlo correctamente y ponerse el vestido que era de su talla y le llegaba hasta lo pies. Las botas también eran de su talla, muy cómodas para ella. Revisó la hora y se dio cuenta que tenía que salir a su encuentro con el gato.

Mientras tanto, él había encontrado a un antiguo amigo suyo que le debía un favor. Era un bandido, un ladrón al que había ayudado a escapar alguna vez de una muchedumbre enfurecida. Planearon dirigir una carroza que fuera también al baile por un camino diferente, con la excusa de un derrumbe más adelante y allí robársela. Su plan fue tal como lo habían pensado. Damas, caballeros y lacayos salieron corriendo afanosamente de la carroza antes de perder su vida, pero el cochero que era viejo y medio sordo, se quedó esperando alguna orden y no dudó ni un momento en seguir las instrucciones de los desconocidos. Cambiaron de nuevo el rumbo por el que conducía al castillo y recogieron a Nisesienta. El bandido se quitó su máscara y con su traje negro con hilos plateados le sirvió para parecer un lacayo que iba acompañando a su ama.

Antes de llegar al castillo, el gato salió presuroso del vehículo para llevar la noticia: llegaría una princesa extranjera no invitada al baile.

Al poco tiempo, llegó Nisesienta con su deslumbrante vestido y admirable belleza e impresionó a todos los presentes. El príncipe se quedó prendado de la bella joven. Pronto, por sus ricos vestidos, imaginó su fortuna y le gustó aún más. Bailó con ella toda la noche, hablaron de trivialidades y ambos sonrieron y se sintieron felices. Se enamoraron al instante.

Nisesienta, que ya hacía varios años era la criada de su madrastra y sus hijas y vivía una vida triste y con pocas emociones, estaba exultante. Pero siempre tenía un ojo puesto sobre ellas para poder marcharse al mismo tiempo y conseguir de este modo, que ellas no notaran su ausencia, pues esto le causaría problemas.

Demasiado pronto, sintió, ellas se marcharon y Nisesienta, tuvo que despedirse del príncipe y correr a su carroza para llegar primero que ellas a casa.

Efectivamente, llegó primero y se quitó el traje, las botas y deshizo su peinado. Abrió la puerta a sus hermanas ya vestida con sus harapos de siempre y ellas no notaron algo extraño, incluso le presumieron sobre cuanto habían disfrutado del baile.

Nisesienta se fue a su buhardilla; allí le agradeció al gato y los abrazó con cariño. Después de que ella se durmiera, él le pidió a su amigo que escondiera la carroza lo mejor que pudiera, si no podía usarla de nuevo, de mucho le serviría al bandido alguna otra vez.

Un par de días después, el príncipe anunció otro baile. De nuevo sus hermanastras se apresuraron a buscar vestidos para intentar deslumbrar al hijo del Rey como lo había hecho la extranjera. Nisesienta, esta vez con menos prisa, preguntó al gato si podía ir a ese baile y él se lo aseguró. La joven buscó más vestidos en los baúles de su madre y sabía que tenía que ser aún más hermoso que el anterior. Encontró un vestido color escarlata que le quedaba perfecto; lastimosamente, su madre no tenía zapatos en sus antiguos baúles y se tuvo que conformar con las botas de piel que al menos estaban en mejor estado que sus zapatos de trabajo.

Durante el baile, el príncipe le pidió matrimonio en público y acordaron casarse al día siguiente en el reino del que supuestamente ella era heredera que quedaba sólo a un par de horas, pues el príncipe tenía mucha prisa en casarse con su nueva, bella y rica novia, además, el reino realmente necesitaba el dinero con urgencia.

A Nisesienta no le pareció problema esto, pues tal confianza le tenía al gato que sabía que él, muy astutamente, encontraría la forma de volverla una princesa de verdad.

Nisesienta estaba tan feliz, tan gozosa que se entretuvo demasiado con el príncipe y no se dio cuenta cuando sus hermanastras se marcharon. Corrió como el viento a su carroza estacionada cerca del castillo y en su carrera perdió una de las preciadas botas. Él príncipe no pudo alcanzarla, pero halló su botita en las escaleras del castillo y se preguntó por qué una dama tan fina y rica tendría unos zapatos tan poco acordes con su estatus. En secreto empezó a desconfiar de ella.

Feliz estaba Nisesienta en su carroza; le contó al gato todo lo que había pasado y por un momento él se preocupó. Se repuso pronto e ideó en su mente el plan perfecto ya que sabía que cerca del castillo pero en otro país vivía un ogro aterrador que tenía el poder de cambiar en otras criaturas. Si lo vencía en astucia se quedaría con sus tierras y su hermosa dueña sería feliz por siempre con el príncipe.

Al llegar a casa, vio las velas prendidas en las manos de sus hermanastras que la buscaban afuera casi a la hora del alba. Cuando la vieron llegar en carroza y con tan esplendido traje, enseguida se dieron cuenta de quién era la futura esposa del príncipe y estallaron en cólera, le gritaron todos los improperios que habían escuchado en su vida de señoritas y su madrastra la echó de la casa sin piedad. Le advirtió que le contaría todo al príncipe, que haría ese insulto totalmente público y su padre no pudo interceder por ella ante la furia de su mujer.

Nisesienta lloró amargamente por horas y el gato intentó consolarla sin mucho éxito. La llevó a la casa de su amigo bandido para que descansara unas horas, siempre pendiente de ella y de su castidad.

Nisesienta, después de dormir una horas, se arregló lo mejor que pudo y el gato le llevó un nuevo y hermosísimo vestido y unos zapatitos nuevos que había usurpado con ayuda de su amigo a la hija de un duque. A Nisesienta este vestido le quedó más largo de lo que debiera pero no tuvo tiempo para arreglarlo a su medida.

De esta guisa llegó a la casa de su amado a la hora acordada, aunque temía que su madrastra ya le hubiese contado al príncipe su desgraciada situación, lo vio esperando en la puerta, impaciente pero sonriente.

Montaron en la carroza real seguidos por muchas otras carrozas con invitados a la apresurada boda y por instrucciones del gato emprendieron su rumbo hacia el noreste.

El gato se había adelantado corriendo con su velocidad felina y a todo quien veía trabajando la tierra del ogro junto a los caminos le decía lo siguiente:

-Si no decís que esta tierra pertenece al rey de Cokoromí padre de la heredera al trono, Nisesienta, me comeré a vuestras hijas y os dejaré de recuerdo tan sólo sus rizados cabellos -. Como era un gato grande, negro y de aspecto feroz, los campesinos no dudaron de que comiera gente y cuando pasaba la caravana real, repetían, cada vez que el príncipe les preguntaba, que esas tierras eran del rey de Cokoromí, padre de la princesa Nisesienta.

Así siguió todo el camino el gato, convenciendo a los campesinos hasta que llegó al castillo del ogro. Le pidió permiso para entrar y apelando a su buena voluntad le pidió algo de agua para calmar su sed. Los criados le trajeron de beber mientras él miraba alrededor observando cada detalle del rico castillo: sus paredes llenas de cuadros, los altos techos y bonitos detalles de la piedra de las paredes y en la madera de las puertas y muebles y la fina cristalería que había a su alrededor. Pensó que sería el castillo perfecto para Nisesienta y le dijo esto al ogro que estaba comiendo junto a él:

-He escuchado, señor, que tenéis el utilísimo poder de convertiros en cualquier criatura que deseéis, pero yo, que he visto tantas cosas en esta vida, lo creo imposible. Me han dicho que podéis convertiros en criaturas enormes como elefantes y jirafas.

-¡Claro que puedo hacerlo! –contestó el ogro con voz grave y cierta arrogancia en el tono- Y para que no me creáis mentiroso, lo haré justo aquí.

El enorme y feo ogro se levantó de su silla y con un estallido se convirtió en un gran rinoceronte. El gato se asustó muchísimo y se subió de un salto a una de las puertas de madera y clavó las garras en ella; pronto el ogro cambió otra vez a su forma original.

-¡Eso fue asombroso, señor! Debo reconocer que me causó mucho temor ese animal –admitió el gato, con voz temblorosa por el susto y también porque se acercaba la hora de definir si podría ganarle en astucia al ogro y hacer feliz a su dueña- pero vos, que sois tan grande, creo imposible que podáis reducir tu masa y podáis convertiros en un animal pequeño como una mariposa o un ratón.

-¡Claro que puedo hacerlo! –repitió el ogro y con otro estallido se convirtió en un flacucho lobezno y de un solo bocado se trago al gato.

Cuando la caravana llegó al castillo, Nisesienta bajó con seguridad, como si toda su vida hubiese vivido allí. Confiaba tanto en el gato que estaba segura que ese iba a ser su hogar de ahí en adelante; pero al acercarse a la puerta sucedió que no fue el gato quien aguardaba allí, para su sorpresa estaba el ogro eructando pelos negros y cortos. Nisesienta asustadísima, lanzó un grito y corrió al patio de nuevo.

Allí reconoció que su amigo y mascota había muerto y se echó al suelo a llorar. El príncipe, viéndola de esta guisa, bajó de la carroza, lo mismo hicieron otros invitados. Por un momento su corazón se compadeció de su tristeza pero al segundo siguiente dudó y entró al castillo acompañado de su padre y algunos amigos. Vio al ogro aterrador y sin perder la compostura le preguntó:

-¿Sois vos el dueño de estas tierras y de este maravilloso castillo? –dijo, y para asegurarse de que no hubo una tragedia, de que el ogro no se hubiese comido a los reyes padres de Nisesienta, añadió- ¿Lo sois desde hace mucho tiempo?

El ogro, en medio de eructos le contestó a todo que sí.

El príncipe desilusionado y furioso, con el corazón roto decidió castigar a Nisesienta de la peor forma. Salió en tromba del castillo y señaló a Nisesienta.

-¡Traición! –tronó- ¡Os cortarán la cabeza por tu engaño! No sois princesa de ningún lado; apuesto a que ni siquiera son esas vuestras ropas. Una pobre plebeya y nada más. ¡Eso es lo que sois!

Levantó a la pobre del cabello, su cara estaba roja y sucia por el polvo, la tierra y las lágrimas que había derramado. Esto la hacía parecer pobre y nada merecedora ni siquiera de la atención violenta que recibía del hermoso y joven hombre que la levantaba. Su vestido también estaba sucio, cada vez se parecía más a la Nisesienta de antes. Le rogó piedad al príncipe pero él hizo caso omiso a sus peticiones.

Decidieron degollarla en la plaza pública de su propio país para que fuera un escarmiento para cualquiera que quisiera pasarse de listo con la realeza y se demoraron poco en llegar.

Nisesienta lloraba amargamente. Veía su vida tan corta en sus recuerdos, su infancia feliz y su adolescencia fregando pisos y haciendo las tareas del hogar y sabía que no tenía ahora a nadie que le pudiera ayudar.

Llegaron a la plaza y la gente se reunió rápidamente, el verdugo le puso la cabeza en una mesa de piedra y luego probó con su dedo el filo del hacha hasta que una gota de sangre brillante resbaló por su dedo y manchó la hoja.

Nisesienta se estremecía de anticipación, lloraba desconsoladamente porque su amor no era suficiente para el príncipe, él no la quería sin dinero y ella no veía entre los presentes caras conocidas, nadie que pudiera apelar por ella.

El ruido de unos cascos de caballo se escuchaba a lo lejos y la gente empezó a murmurar que llegaban los demás príncipes que habían estado de viaje la última semana. Los hermanos del príncipe desmontaron y se hicieron al lado de él cuando llegaron. De inmediato reconocieron la cara sucia de la muchacha que les brindaba amablemente agua siempre que ellos pasaban por su casa y preguntaron asustados y casi gritando qué había hecho la pobre para merecer tal destino.

El heredero al trono les contó resumidamente la historia.

-¡No podéis matarla! –dijo el menor de los príncipes recién llegados del extranjero-. Ella es la mujer que amo, con la que me quiero casar.

Él, que tenía sólo unos años más que Nisesienta, se había enamorado perdidamente de ella, sólo con verla en sus breves visitas.

-¡Pero, hermano Augusto! –replicó el heredero al trono-. ¡Ella urdió muchos planes contra nuestra familia! ¡No podemos dejarla vivir!

-Seguro que tiene una buena excusa, ella es una persona buena y bondadosa que nunca tuvo la oportunidad de ir a un baile... Además su astucia me gusta. La quiero, de verdad la quiero para mí –dijo Augusto, el menor de los príncipes y le amenazó-. Si la matáis no serás más mi hermano. ¡Soltadla!

El príncipe mayor, refunfuñando, ordenó que la soltaran y ella corrió a los brazos de su salvador. Con lágrimas corriendo por la cara y la respiración entrecortada. Tan cercana había estado de la muerte que no podía más que agradecerle al menor de los príncipes. Aunque la visitaba frecuentemente, ella nunca sospechó que fuera de la realeza. En seguida se enamoró de él y se comprometieron ese mismo día.

La boda fue sólo una semana después y todo el mundo asistió a la gran fiesta que se celebró. Incluso asistió una marquesa viuda adulta aunque hermosa y el príncipe mayor, sin pensarlo mucho, se casó con ella poco tiempo después.

Resultó ser que la antes viuda tenía aún más deudas que el rey y era una mujer amargada y manipuladora y el príncipe pasó el resto de su vida arrepintiéndose de su decisión de no casarse con Nisesienta quien vivía feliz con su hermano menor y se amaban mucho.


Por Redfullmoon y Lizeth C.